lunes, 6 de enero de 2014

Sócrates en el aula

El artículo que aparece a continuación ha sido publicado en el Nº3 de DA CAPO! Revista de Filosofía y Pensamiento.

Es común escuchar aquello de que “en la escuela nos enseñan contenidos, pero no nos enseñan a pensar”, una sentencia que nunca deja de llamarme la atención. Según parece, la experiencia común dicta que todo cuanto se estudia en el colegio refiere a conocimientos enfocados hacia alguna competencia concreta, o a la superación de cualquier prueba autorreferencial de fin de ciclo, que exigirá aquello que impuso en cursos anteriores, sin que nadie sepa muy bien por qué ni para qué. Desde luego precisamos conocimientos técnicos, aplicados, pero frente al declive actual que sufre la enseñanza, obligada a despreciar saberes humanistas en pro de la especialización y empleabilidad futura de los alumnos (tal vez ignorando las competencias derivadas del estudio de las humanidades), cabe preguntarse por qué aquellos ideales ilustrados, cuya fórmula educación=formación de individuos autónomos y críticos, tan presente en la prosa de las sucesivas leyes de educación actuales, se encuentra ausente en la praxis cotidiana de nuestra enseñanza.

Centrándonos en la cuestión inicial, cabe preguntarse cómo es posible enseñar a pensar por sí mismos a alumnos que se encuentran inmersos en un sistema que premia la memorización y la repetición, pero no la innovación o la crítica. Sin duda, la receta más sencilla sería que los contenidos explicados no fueran presentados como absolutos, permitiendo así, no el rechazo por parte del alumno, pero sí la invitación a cuestionarlos, y como tal, a reflexionar sobre ellos. Sin embargo, en el modelo de clases por las que la mayoría hemos pasado, esto parece un tanto idílico. Muchos docentes aseguran que los logros de sus esfuerzos se limitan a que sus alumnos entiendan algunos datos, por lo que esa otra formación no académica, más humana, escapa a las posibilidades y medios con los que cuentan. La situación actual parece insinuarnos que, aunque en la mayoría de los casos los esfuerzos del cuerpo docente son sobrehumanos, dadas sus condiciones, no es loable exigirles nada más. Pues bien, para todos aquellos profesores y maestros interesados en ofrecer a sus alumnos una dinámica de aprendizaje diferente, un proyecto factible de desarrollo de las capacidades críticas y reflexivas de sus alumnos, aquí ofrezco unos primeros indicios como aporte a su titánica tarea. Les invito a que, durante el tiempo que dure la actividad, se conviertan en un auténtico Sócrates, sea en el aula de filosofía o en cualquier otra. 
A principios de los años veinte del siglo pasado, Leonard Nelson, un filósofo neokantiano preocupado por la cuestión de la enseñanza filosófica, diseñó una dinámica de Diálogo Filosófico a partir del proceso mayéutico ideado por Sócrates y posteriormente plasmado pésimamente en los diálogos platónicos. Se trataba de un modelo de trabajo grupal, cooperativo, válido para toda clase de grupos, desde los primeros años hasta la vejez y fuera cual fuera su formación académica o cultural. Un auténtico Método Socrático, entendiendo que no hay elemento más socrático que el esfuerzo de vislumbrar la verdad a través de un diálogo regresivo, que retrocede tras sus pasos hasta dar con el eje sobre el que gira cada opinión y creencia. Veamos más sobre él. 
Utilizando como núcleo central una simple pregunta, escrita quizás en la pizarra, se inicia un diálogo cuyo único fin será el de darle una respuesta. Planteada la cuestión, el papel del profesor se limitará a mantener vivo el diálogo, animando y dinamizando el flujo cuestionador, pero sin guiar ni aportar nada a él. Por turnos, los alumnos realizarán sus intervenciones de manera natural, ya sea respondiendo o añadiendo alguna pregunta, recibiendo del profesor únicamente nuevas preguntas, que tan solo referirán al contenido de lo ya dicho, no añadiendo así ningún dato positivo al diálogo, motivando el cuestionamiento de lo expresado. Esta es la ayuda que ofrece el docente, el no atendimiento a la llamada de socorro de sus alumnos, que esperan algún tipo de orientación. Sócrates nunca dejó que la compasión entorpeciera su tarea de lograr que su interlocutor obtuviera un pensamiento más fluido y libre de obstáculos, por lo que el profesor, inmerso en su perfil socrático, tampoco deberá caer en la tentación de perjudicar a sus alumnos “ayudándoles”, ya que no hay para ellos mejor ayuda que la de aquel que respeta sus potencialidades intelectuales y actúa en fomento de las mismas.

Cada pregunta del profesor, al referir a lo dicho por los alumnos, les obligará a dar un paso atrás en su planteamiento, por lo que el nuevo conocimiento que obtendrán será resultado de plantearse cada afirmación y retroceder hasta la base que la posibilitó. Así, respondiendo y aclarando toda pregunta y respuesta, los alumnos no van más allá de la cuestión, sino más acá, destapando los mecanismos de funcionamiento de su propia opinión, sus creencias, al extraerlas de sus aportaciones. Entran en contacto con un sentimiento de ignorancia, con la estructura falible de toda opinión, llegando a la raíz de su pensamiento, y todo ello en grupo. Así, conforme avanza el proceso, el nivel conceptual irá elevándose gracias al pulso intersubjetivo y comunitario. No nos engañemos, es normal que en el transcurso muchos alumnos desconecten y les cueste reengancharse. No es problema, la llamada perplejidad del círculo socrático es también un logro del proceso. El concepto central es el de diálogo, operar a través de la razón, y no el de debate, por lo que pedir ayuda o solicitar una recapitulación de lo dicho siempre será una opción válida y productiva. 
Las expectativas son altas, pero los beneficios son aún mayores. Buscar un diálogo filosófico de este tipo implica promover la serenidad del pensamiento, algo difícil en el aula, pero posible. Por poco avance que podamos apreciar, cada intento influirá en el desarrollo de la disciplina intelectual del alumno, de su rigor filosófico. Se exigirá que toda intervención esté vehiculada a través de un pensamiento propio, expresado en lenguaje común, compartible por todos, para que las reflexiones de unos redunden en beneficio de otros. Así, desprovistos del anhelo de grandes conclusiones y entregados al ejercicio de sucesivos cuestionamientos, veremos cómo en los alumnos afloran las aptitudes necesarias para cuestionar lo arbitrario, preguntarse por las raíces de sus opiniones y, por tanto, moldear de forma positiva el adoctrinamiento del que llevan años siendo víctimas. 
Los beneficios que los participantes en este tipo de diálogos obtienen es lo que los especialistas denominan virtudes socráticas. De entre ellas, cabe destacar el desarrollo de la perseverancia, frente a lo complicado de la cuestión; de la paciencia, por los constantes retrocesos; de la escucha, referida a las aportaciones y planteamientos de los otros miembros del diálogo; de la confianza, enfocada a las capacidades intelectuales personales y el valor de la propia duda; de la humildad, necesaria para acercarse a los límites de la opinión; de la empatía, al reconocer los errores propios en el otro y percatarse de la importancia de éste en el proceso, etc. Toda una experiencia filosófica que hará aflorar en el alumno los primeros brotes de un pensamiento autónomo, crítico y consciente del papel que los prejuicios ocupan en su pensamiento cotidiano, ya que ha sido testigo de su influencia en el devenir del diálogo. Aprende así a distinguir entre su opinión personal y sus propias capacidades cognoscitivas y de raciocinio. Reflexiona desde su experiencia, pero permitiéndose ir más allá de sus límites, hasta el encuentro con la experiencia del otro y el pensamiento grupal.

Desde su creación, son muchos los países que han adoptado esta clase de formatos filosóficos en sus modelos de enseñanza, y también muchos los filósofos que han decidido dedicar esfuerzos a investigar, mejorar y difundir este tipo de dinámicas de desarrollo filosófico, con la intención de que la filosofía recupere de alguna manera ese papel social y transformador que antaño poseyó, pero que desgraciadamente muchos se han empeñado en ocultar y hacernos olvidar. Sócrates dedicó su vida a promover el pensamiento entre sus vecinos, porque creía en los beneficios que la reflexión filosófica reportaría a todo individuo. Siglos después, puede que debamos preguntarnos por la vigencia de su pensamiento, el valor de su proyecto y la deuda contraída por la confianza depositada sobre cada uno de nosotros. Quizá aún podamos convertirnos en esos individuos críticos y racionales que él creyó que podíamos llegar a ser. Quizá, como gesto simbólico e iniciático, aún podamos entregar ese regalo a la infancia,  a esos  niños, futuros adultos, que están por venir. 
Para seguir investigando: 
Linares Huertas, Omar (2013). Enseñar a filosofar: La aplicación del Diálogo Filosófico como pedagogía del pensamiento crítico. 50ª Congreso de Filosofía Joven, Granada, 5-8 junio, (paper).  
Nelson, Leonard (2011). El arte de filosofar. Revista Electrónica de la Asociación Andaluza de Filosofía, 9.  
Nelson, Leonard (2011). El método socrático. Diálogo Filosófico, 80, 271-294.

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